sábado, septiembre 23, 2006

Primaveras rotas

Es uno de esos días grises del otoño. La calle está mojada, no se ve un alma por la calle. Es uno de esos días para recordar cosas tristes. O simplemente para recordar.

No hablaré de mí hoy. Hace muchos años que quiero hablar de ella. Siempre pensé que no podría. Era demasiado dolor, demasiado tiempo de silencio, demasiada niñez rota. Las numerosas veces que me han dicho que debía dedicarme a escribir _algo que me halaga sobremanera pero no creo poseer el talento y la constancia suficiente para ello_ pensaba en ella.

Mi libro siempre era sobre su vida. Pero no sabía por dónde empezar. A lo mejor empieza aquí dirigido a todos mis ya amados y desconocidos lectores que han vuelto a hacerme creer que escribir sirve para algo más que para vomitar información.

Nació en una familia numerosa. Fue la última. Al menos en lugar de nacimiento. Solemos relacionar la familia numerosa con una infancia divertida, feliz, llena de ruido, algunas necesidades pero mucha unión. No era el caso. Sí es verdad que fue divertida en algunos momentos y había muchísimo ruido pero la unidad no era el punto de referencia. Mucho menos el amor. El amor es un sentimiento que hay que tener dentro del corazón, independientemente de que alguien te lo dé, para poder compartirlo. Las personas que nacen en el seno de hogares rotos siempre tendrán una parte de su alma rota. Al menos, hasta que aprendan a repararla. Pero las cicatrices permanecen siempre. No tienen por qué doler pero su superficie rugosa mantiene vivos los recuerdos de lo que hace daño y son parte del equipaje. Los afortunados que se sobreponen tendrán una maleta llena de etiquetas sobre "lo que no se debe hacer". Algo así como el cacareado "Nunca Máis" de éstas, mis adoradas-odiadas, tierras brumosas.

Siempre escuchó que era una niña muy inteligente. Más que probablemente el único piropo que recibió dentro de la casa. "Espabilada" era exactamente la palabra. Así que, después de todo, como la mayor parte de lo que se inculca en la más tierna infancia, esa valoración de sí misma nunca la perdió. Hubiese sido bonito que le hubiesen dicho que era hermosa, por dentro y por fuera, el sentimiento que regalan los padres en estos casos es tan auténtico que no importa si no se ajusta a los cánones sociales. Nunca escuchó eso tan bonito que sale en las películas americanas: "Te quiero", se dicen los yankees de padres a hijos casi sin venir a cuento. Esa costumbre no es española. Al menos, no entonces. Al menos, no en aquella casa.

Lo malo es que ella nunca pensó que la quisiesen demasiado. Ni siquiera de modo implícito. Tenía muchos hermanos. No guarda grandes sentimientos por ellos. Por alguno sí, precisamente por eso le perdió. Es así de cruel el mundo real. Tiene la fea costumbre de arrebatar aquello que uno más aprecia.

Sí cuenta que, hasta cierta edad, la Navidad era un punto y aparte en aquella conflictiva familia. Robaban un hermoso árbol, grande porque allí todo se hacía a lo grande, compraban muchas botellas y cajas de cosas ricas, sacaban la caja de los adornos de toda la vida y la Nochebuena era una velada sin par. Su madre compraba para los pequeños una botella de vino "quinado" y sidra y ¡podían beber una copita! Sus hermanos sacaban las guitarras y, tras los villancicos de rigor, pasaban a las canciones de moda y, casi de inmediato, a las canciones verdes y provocadoras. Los tradicionales padres se reían escandalizados y divertidos y los niños coreaban, casi sin entender el sentido, todas las picantonas letras. Eran noches de quina y de rosas.

No duraron siempre. Se rompieron el día que los mayores decidieron hacer la fiesta en los bares, tan aficionados a ellos que eran, y lo poco que quedaba del famoso espíritu de la Navidad se murió entre brumas de humo y alcohol. Desde entonces, fueron solitarias, tristes, vacías de sentido. Como casi todo en aquella casa.

Nadie parecía notarlo en aquel tiempo tan lejano. Menos ella. Ella que no tenía ni voz, ni peso, ni voto para opinar sobre lo se estaba desmoronando. Lo poco que se tenía en pie. La violencia, de la mano de las tan bienamadas botellas, se hizo dueña de todo lo que la rodeaba. Eran unos hermanos que sólo tenían sangre en común y, quizá, ese instinto violento. Se peleaban como bestias. Se rompían botellas en la cabeza de unos y otros. Se pateaban como fieras salvajes. Se hacían daño en el cuerpo y rompían el aterrado corazón de la niña.

Tuvo que aprender a crecer en ese ambiente. A desaparecer cuando los gritos anunciaban la tormenta de golpes que ni siquiera su padre sabía acallar. Era tan impetuoso y temperamental como todos los demás. No fomentaba la paz, también pegaba, también gritaba, también provocaba. Algunos creen que el infierno castigará a los malos a su muerte. Otros creemos que el infierno está aquí y algunos, no sé si buenos pero al menos no tan malos, son castigados ahora. Los motivos son desconocidos así que, igual por comodidad, soñamos con que el cielo esté en otro lugar.

Se hizo difícil crecer. No hay que saltarse etapas, no hay que permitir que los más pequeños se vean obligados a saltarse ese derecho a la inmadurez, a la inconsciencia, a la magia. Por aquella casa la magia no se estilaba. No pasaba ni el ratoncito Pérez, ni los Reyes Magos ni nada parecido. La madre tenía la extraña creencia de que a los niños no hay que mentirles ni para bien. Y allí hacía falta algo de mentira, de benévola fantasía para evadirlos de una realidad tan inapropiada para cualquier ser humano.

Así pues, creció demasiado. No en estatura, conserva ese aspecto falsamente frágil. Creció tanto que creó la forzosa coraza que tienen los supervivientes. Una coraza llena de agujeros, llena de huellas de las balas que la atravesaron pero que sí la hizo resistente a los disparos, menos nocivas, de los agentes externos.

No me gustan los post interminables. Será una historia que continuará en función del deseo de quien la lea. La tristeza no es para todos los públicos. El otoño tampoco. A mí no me gusta. A ella tampoco.

Sin embargo, cada vez que ve caer las hojas, recuerda a los caídos pero sueña con las hojas verdes de la primavera.

Que siempre vuelven, pase lo que pase.

5 comentarios:

Treinta y tantos dijo...

Todo lo que podría decir está en la última entrada de mi blog. Lo he escrito antes de leer tu último post.
Un beso!

Patri dijo...

No sé si hablas de ti o de quién, solo sé que cuando más metida estaba en la lectura...se acabó.

Creo que acabas de ganarte una nueva lectora, y si no te parece mal te añadiré a los links de mi blog.

Sigue escribiendo como lo haces.

Besotes

ninfasecreta dijo...

No creo que tenga la menor importancia de quién hable. Para mí lo importante es la historia en sí. Es muy larga, por eso irá despacio... Pero me alegro que te haya enganchado y considero un honor que seas mi lectora tanto como que me añadas a tus links. Yo lo haré con el tuyo cuando aprenda :)

Patri dijo...

Gracias, pero el honor es mío, está claro que no escribo ni la mitad de bien que tú.

(Voy a añadirte a los links)

Besotessssssss ^_^

Anónimo dijo...

Yo siempre digo, que la familia es la que te toca en suerte, para bien o para mal, pero los amigos son los que uno elige.
Tube la gran suerte de tener una infancia muy feliz, fuì una niña muy querida, ademàs de mis padres, tube a mis tìos y a un matrimonio vecino, que me quisieron como a la hija que no tubieron y a mi abuela que tambièn fuè una segunda madre para mì.
Me ha encantado tu post y me he quedado con ganas de saber màs, espero inpaciente la continuaciòn.
Besitos y axusones amiga.