Yo soy una mujer muy curiosa. No sólo por mi manera de ser, que ya sé que a muchos se lo parece, sino porque siento una gran curiosidad por casi todo.
Desde que llegué a Madrid, uno de los sitios en que más me entretengo observando al género humano es el Metro. El Metro de la capital es una miscelánea de culturas, colores y olores. Una auténtica torre de Babel en permanente movimiento.
He ido haciendo mi propia composición visual por culturas, comportamientos, aspecto.
Por ejemplo, cuando una pareja joven cruza los pasillos del metro de la mano, como nosotros lo hacíamos a los dieciséis años, no es española. Son asiáticos, del este e incluso alemanes pero no españoles.
Solamente los extranjeros llevan niños en el tren subterráneo, supongo que por circunstancias laborales. Hoy me he sentido muy mal con mi raza cuando he visto a una mujer, probablemente ecuatoriana, con el vagón atiborrado de gente y dos niños pequeñísimos en brazos, uno de ellos de meses. Yo no llegué a entrar _es que no se podía_ si no, le hubiese dicho a alguien que le cediese el asiento. El jueves pasado una mulata con un niño en un carrito entró a refugiarse en un bar de una repentina tromba de agua. El malnacido del barman le dijo que estaba estorbando en el pasillo. No sé en qué nos estamos convirtiendo pero no me gusta.
Vuelvo al Metro, paso mucho tiempo allí. Te encuentras chicos con rastas, otros con aspecto de skins, chicos guapos, gente silenciosa, periódicamente algún loco que convierte el asiento en un tambor mientras el resto permanecemos impávidos para no provocar más al elemento. La gente duerme, la gente lee, la gente escucha música. Estamos todos como ausentes, procuramos no mirarnos pero no es verdad. Algunos miramos con el ojo del escritor frustrado, del cotilla frustrado, del sociólogo frustrado, del aburrido frustrado.
Las niñas preparadas para ir de marcha uniformadas: mucha pintura, piercings, minifalda y leggins. El servicio de limpieza es especialmente variopinto: te encuentras desde el chaval modernito rubio, con coleta y perilla, a la señora sudamericana con un moño, pendientes y perfectamente maquillada, hombres de todos los colores y todos los países. Muy amables en general. Hace unos días venía de cenar fuera y tomar algo y corría tras el último tren, el de la 1.30. A todos pregunté y todos me ayudaron. Al final, un chico joven y yo volábamos muertos de la risa y haciendo apuestas mientras atravesábamos un túnel interminable para alcanzar, de milagro, el último tren de la noche. Lo cogimos. Estoy en racha.
Somos pocos los que hablamos. Eso sí, si alguien tiene charla, al más puro estilo de la zona, la mantiene alto y claro con lo cual, estamos todos la mar de entretenidos. Una niña joven contó con pelos y señales, con su argot pasotilla y callejero, cómo había abofeteado al de turno por liarse con su mejor amiga y lo contentos que estaban el colegui y ella mirando patitos y reconciliándose, al más puro estilo “tronca, qué te pasa? Tronco, te doy una hostia. Tronca, sabía que volverías a mis brazos. Tronco, qué creído eres…”.
Esto, claro está, si hablan en español. Porque impresiona la gran cantidad de lenguas que se escuchan en un sólo vagón. Cada viaje es una historia, podría hacer unas auténticas crónicas del Metro pero os cansaríais. Suerte tengo yo de que me entretengo con la observación hasta límites de tesis doctoral. Ya de estar todo el día subida al carro, mejor aprender algo.
Como tolerancia y recordar los tiempos en que también nosotros caminábamos de la mano.
Aunque haga mucho tiempo de eso....
4 comentarios:
Antes no me fijaba enn nadie, era uno más...ahora, que voy al metro como "visitante", me pasa lo mismo...no paro de observar...y cómo ha cambiado estos últimos años el "tipo" de gente...pero el comportamiento que tú has descrito a la perfección no cambia...
me encanta observar...
¿Y nunca te has encontrado a esa pareja de drogadictos cuarentones que van hasta el culo de caballo y que apensa pueden tenerse en pie? (eso sí, siempre se acuerdan de bajarse en la estación que se supone que es la suya).
Besos.
La primera vez que subí al metro me pareció un lugar deprimente... y me lo sigue pareciendo. Igual es porque lo uso sólo en las escasas ocasiones que voy a Madrid.
Besos
El metro se ve diferente cuando vives fuera que cuando vives dentro de Madrid.
Para el forastero es abstruso, caótico, masificado.
Para el residente, parte de su vida cotidiana. Ni más ni menos
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