Hay sentimientos que nada tienen que ver con el sentido común. Ni siquiera con la fe. Se producen de modo inesperado, sin buscarlos ni esperarlos y se desparraman a borbotones cuando algún elemento precipita su catarsis. Se sienten en el estómago y se les aparta de la razón.
Hay momentos especiales cuya belleza a veces sólo la pueden describir unas lágrimas inesperadas. Lágrimas de tristeza, de sorpresa, de autodescubrimiento. Y, aún siendo tristes, son hermosas. Te recuerdan que estás más vivo de lo que podías suponer, que aún quedan emociones puras y que, a pesar de todo el escepticismo que deposites para defenderte, ellas son más fuertes y más valientes que tú.
Hay detalles _como una púa gastada, un disco, una mirada esquiva en público, un secreto preciado y precioso_ que marcan un antes y un después en una relación aunque ésta no tenga nada que ver con las tradicionalmente tipificadas como amorosas, sexuales o la mera atracción.
Dicen los sabios que no existe la tuerca perfecta para cada tornillo. Pero sí hay puzzles que _de modo fugaz, sin materializarse siquiera, sin palabras ni actos palpables_ se componen de empatías que se escapan de lo conveniente, de lo debido, de lo políticamente correcto y, por un tiempo efímero pero de valor incalculable, encajan perfectamente. Eso sí, Lejos de las leyes de los hombres.
Pierdo un amigo irrepetible, un confidente fiel, un interlocutor sin igual. Se va el silencio sonoro de la Plaza de Ramales, el lazarillo de la mujer con el peor sentido de la orientación _qué suave y firme ese roce que te indica el camino..._. Se aleja para siempre la mirada esquiva que guarda el secreto a voces silentes, el piropo callado de los ojos moros, el cómplice de los pecados veniales y mortales.
Hubiese escrito cosas muy parecidas y muy diferentes cuando sentí el primer impulso de elaborar este texto. Pretende ser íntimo y necesita hacerse público. Y, aún cuando jamás he creído en esos sentimientos que surgen sin buscarse en modo alguno, que se evitan y rompen los estereotipos, hoy me toca descubrir que sigue habiendo emociones y reacciones de una misma que no se conocen, que no se esperan y que, como siempre, no conducen a ninguna parte.
O sí. Me conducen a recordar que hay armaduras que son invisibles para los que realmente ven y a admitir que no todo está bajo control. Me alegro mucho de haberme hecho una fisura en medio de la chatarra porque, aún cuando sigo sin tener la menor expectativa emocional, los acordes de una guitarra me han gritado que quedan sentimientos desconocidos dentro de mí que no se ajustan a lo esperado ni debido pero no por ello son menos fascinantes.
Se acabó el concierto y, con él, la magia en el Madrid de los Austrias. Y, aunque éste sea la última carta que os escribo, tened por seguro, Noble Señor, que cada vez que cruce Ópera y entre a la Factoría esquivando vuestra mirada _que ya no está_ sonreiré en mis adentros y os guardaré en mi corazón, como aquel que sabe encontrar las llaves de lo inescrutable.
´
Buen viaje, mi galán caballero, que vuestra vida continúe por el afortunado sendero elegido y que, a ratos, algún día rozando magistralmente vuestra guitarra no olvidéis dónde tenéis una incondicional admiradora y amiga.
Para vos, Señor Duque de Ramales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario