Ciertas personas y, especialmente, algunas mujeres, somos como las matriuskas rusas. Me refiero a esas muñecas de madera que se van abriendo y dentro hay otra idéntica pero más pequeña y otra y otra más hasta llegar a la mínima expresión. La imagen de la matriuska es el equivalente a las capas de cebolla que envuelve el alma de las personas con una vida densa, profunda y, a veces, hasta escabrosa.
La diferencia entre una de estas legendarias muñecas y el vegetal en cuestión está, quizás, en que cuando abres cada muñeca sabes lo que vas a encontrar, siempre lo mismo, sólo que cada día que pasa, cuanto más profundizas, más insignificante se vuelve la figura siguiente. Son los mismos colores pero sin sorpresas, la cara está de la más pequeña está cada vez más desdibujada y, una vez abierta tres o cuatro veces, te aburre y la colocas en la estantería de tu suegra, en caso de tener la desgracia de cargar con una. A mí, sin embargo, siempre me han encantado.
Su capacidad para mantener su esencia, su aspecto, permanenece intacto. Por mucho que la abran en canal, sigue estando ahí, idéntica, sonriente, impertérrita. Para el resto del mundo, por lo general, sólo son (o somos) un regalo para una ocasión sin importancia, un pequeño juguete de aeropuerto, una repetición menos valiosa por cada apertura.
La cebolla, sin embargo, está viva -al menos hasta que la deshojas-, las capas no son exactas, te pican los ojos si lamachacas mucho y transmite su salud según te adentras en sus entrañas. El problema de las almas de cebolla es que tienen jugo de fuera adentro, se desangran sin poder evitarlo y hasta hacen daño sin querer por la presión y la picazón en los ojos del que se acerca, porque a la cebolla no se la mira. Está viva, es sabrosa, pero mientras la despedazas puede resultar irritante.
Yo estoy en una etapa bastante agnóstica pero sobre la energía telúrica y universal no tengo ninguna duda. He leído mucho, especialmente en el pasado, y ya pocas lecturas me conmueven, me entretienen y, menos aún, me transmiten. Sin embargo, hace casi un año, en una casa a la que me invitaron como el accidente que habitualmente soy, tuve el honor de ver, tocar, oír y leer unas cartas llenas de energía, de vida, de buen humor, de bondad, de humanidad. Las cartas que, estoy convencida, siguen conservando plenamente viva la energía de quien las escribió. Un hombre feliz y especial, el padre de quien yo consideraba entonces bella réplica de él. Es más, creo que es un inmaduro de libro pero, algún día, cuando decida reencontrarse y dejar de jugar a los conquistadores, volverá a leer esas cartas y aprenderá, una vez más, de dónde viene y adónde debe ir. Su maestro le ama y no dejará que siga perdido para siempre.
Yo tenía una caja muy antigua, a la cual tengo mucho aprecio. Es de comienzos de siglo, como pronto, madera de castaño tallada a mano, con las conchas de Santiago y dos iniciales: AC. Correspondían a una tía abuela mía que, por supuesto no conocí, y era la madrina de mi madre. Un día mi madre me la regaló y yo la restauré, dentro de mi proverbial torpeza y posibilidades, como pude. La rebarnicé y guardé desde muy joven alguna carta de amor, fotos de viajes y primeros amores, cosas mías. Siempre sentí que su destino era más alto.
Tras leer las cartas del señor capitán, que aún hoy me conmueven y maravillan, un año después, supe que tenía que darles su lugar y el espacio que merecían para que su energía se sintiese a gusto y se potenciase. Estaba preparada, con dos libros muy especiales para mí, para el cumpleaños del afortunado hijo. Pero mis regalos ya carecían de valor en ese momento, así que los guardé aún sabiendo que, lo que se elige para dar a alguien debe llegar a ese alguien, independientemente de las circunstancias. Por eso, con el mismo cariño y emoción con que lo guardé para ese amor, con todo el valor que para mí tenía ese regalo, se lo entregué a su hijo, aún cuando ese mismo día murió cualquier atisbo de del que sentí por él, algo que, por mi propio bien, agradezco. Pero para mí es el broche adecuado a un sentimiento que, por mi parte, fue puro y auténtico y, por tanto, precioso aún cuando no haya sido correspondido.
Espero que la caja no acabe en un rincón y sea, muy pronto, el nuevo hogar del capitán, a cuyas iniciales corresponde, no creo en el azar. Así sueño que toda esa positividad llega a mí también a través de la materia y que permanece intacta para cuando sus nietos tengan capacidad de comprenderla. Y, en un alarde de ambición, que su hijo vuelva a ella para verle, visitarle y olerle. Muy pocos tenemos tal fortuna.
Mi caja se cerró ya. No conservo ninguna. No hay energía, ni amor, ni fuerza. Ahora está donde debe.
Tal vez algún día alguien pueda mirarme sin que le piquen los ojos y se alegre de encontrarme, llena de colores e intacta tras abrir una y otra vez a la matriuska galega.
Aunque cada vez crea menos en el género humano.
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4 comentarios:
Todos somos como cebollas, quien lo niegue, sin duda, miente. La diferencia es que unos, como bien dices, somos almas de cebolla; los otros (la mayoría), simplemente utilizan esas capas para esconder la parte de su ser que más les asusta y avergüenza, mostrandose a los demás como algo que no son.
Un alma de cebolla te está esperando, no tires aún la toalla.
Un biquiño grandeee
Hola Ninfa, aquí estoy una vez más; emborronando con letras “times new roman” tu blog.
Solo decir, que la cebolla que se muestra sus capas y hace llorar, al menos, salio de su escondite de entre la tierra, eso puede ser un gran paso, yo mientras prefiero la tierra, se que no hago llorar a nadie, y nadie sabe que estoy; mejor así.
Bueno, creo que encontraras tu gota de agua. http://www.youtube.com/watch?v=owLvV9XSbaM
Besos, te leo.
Conmovedora, como siempre.
Un beso y mucha fureza.
Gracias a todos pero, realmente, acabo de descubrir que es muy difícil asumir los cambios de las personas. En cualquier caso, este post es del capitán, igual que la caja.
Besos
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