He vuelto al vino y los pistachos. No sé si es una involución pero, en estos momentos, necesito tomar chocolate, pistachos y toda suerte de porquerías que, supuestamente, alimentan el ánimo. El único problema es que alimentan también los michelines y, habida cuenta de que estoy en mi peso más o menos ideal, no es cosa de fastidiarla ahora. En fin, retomo en mi vieja ciudad mis viejos vicios de sola.
Mi proverbial capacidad de adaptación se ve atacada por mi ausencia de entusiasmo en esta nueva etapa. Lo comentaba el otro día con un lector y sin embargo amigo: no me gusta ser reiterativa ni cuando estoy feliz como una lombriz (que ya sé que son pocas veces) ni cuando tengo el corazón roto, sea por el motivo que sea. En cualquier caso, sí me reitero y me fastidia pero, hasta que me anime a ponerme con mi famoso libro, necesito soltar lastre y no conozco ningún espacio mejor que éste.
También con A. (mi lector-amigo) empecé a divagar, al punto de que los dos coincidimos en que esas cosas las tenía que escribir aquí. No sé si porque le empezaba a dar la paliza al pobre con mis delirios o porque encaja con mi extraño no-estilo.
En los últimos días ya no hay lágrimas. Como suelo decir, me he secado. No sé qué es peor. Hace un par de días sonreía por alguna cosa de mis niños cuando me vi reflejada en el espejo. Tenía una mueca, supuestamente sonrisa, en la boca pero me quedé petrificada al mirar mis ojos. Mis ojos son oscuros, muy oscuros y expresivos. No suelen dejar lugar a dudas sobre lo que quiero decir y sobre mi estado de ánimo. Habitualmente son chispeantes, maliciosos, curiosos. Mi mirada es franca, directa, no temo mirar a los ojos de nadie y no me gusta la gente que los rehuye.
Mis ojos estaban oscuros, más oscuros que nunca. Sólo sonreía mi boca, en ellos no había ni brillo, ni alegría, ni picardía, ni siquiera pena. Sólo eran dos sombras negras que no desprendían ninguna emoción, estaban -están- muertos.
Ahora, cada día me levanto y los estudio: siguen gélidos, apagados, inertes. Me recuerdan a esos ojos claros que no transmiten nada. Mi armadura intenta colocar ya el yelmo. No me atrevo a tener esperanza ni a perderla, no me atrevo a abrirme a nuevas experiencias y temo equivocarme si espero las que se fueron, no quiero ni puedo aceptar mi presente. Mi presente mata mi luz, la poca que me quedaba.
No soy una ninfa a día de hoy, sólo soy un ser humano de lo más vulgar, incapaz de conservar lo que ama, de lograr ser amada por sí misma sin peros ni miedos. Escucho hasta el hastío eso de que es incomprensible que alguien como yo tenga dificultades con los afectos, con la vida, con las emociones.
¿Alguien como yo? He pagado un precio altísimo por mi supuesta singularidad, no quiero ni pensar qué ocurrirá en el momento en que mi aspecto deje de ser atractivo. Me libraré de los aventureros pero, puesto que es el único juego en el que salgo ganadora, me redescubriré como esa clase de bicho raro que soy sin mi hermoso plumaje.
Tengo los ojos negros, negros como la noche. Negros y sin vida.
Como la muerte.
2 comentarios:
sal de casa Ninfa, callejea, mira a la gente, habla con peregrinos, puedes escoger, sumérgete en el paisaje y deja que te empape la lluvia. Somos muchos los que estamos de otoño.
La mirada nunca muere, tan solo se nubla.
Por mucho que a veces lo dudemos, el sol siempre acaba saliendo.
Incluso en la brumosa Galicia.
Incluso en la caotica y lluviosa Santiago.
Incluso para las ninfas de mirada -momentaneamente- triste.
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