¿Os he dicho ya que la vida es una mierda? Pues lo es. Hoy me atacan cuestiones tan profundas como que han clausurado la piscina de mi urbanización. Después de suplicar calor, ahora que llega y a lo bestia… ¡Zas! Se sueltan las malditas losetas y… hala, cerrada hasta que lo arreglen.
Me he pasado no sé cuántos días observando cómo los malditos halógenos me hacían ver mi flacidez, mis nuevos acolchados y, cuando reúno el valor para sacarlos al sol y dejar que se bronceen me quedo compuesta y sin piscina. He pensado en bajar y ligar bronce igualmente pero... señores, esto es Madrid, a 35 grados sin sombra y sin refrescarse… hasta mi proverbial coquetería tendrá que esperar.
Por no hablar del monumental cabreo (justificado) de los pequeños roedores que me han mirado como si yo fuese el malévolo inspector que clausuró el refrescante agujero.
Había cogido yo un tonito que me hacía sentir más bella (cuestión que me eleva la moral bastante en tiempos de crisis permanente), me daba la sensación de que el acolchado no era para tanto (en realidad, no lo es pero yo soy una purista), me preparaba para volver a dar una vueltita por Galicia con un falso y dorado buen aspecto… Y nada.
Este momento de superficialidad me viene muy bien, con tanta profundidad de problemas reales que no se solucionan más rápido por amargarse la vida. He leído en un blog recién descubierto que las mujeres con los años y poco “movimiento” nos estropeamos a toda velocidad… Así que me aplico el cuento y me vuelvo a asustar ante el espejo, el DNI y la madre del cordero. Habrá que buscar algo de “candela” para el veranito (no suele ser difícil, tampoco vamos a negar lo evidente) para mantener el tono muscular.
Me debato entre comprarme el step de la wii para hacer ejercicio en casa. Por un lado, es un gasto que no debería hacer y por otro, es salud física y mental. Quiero una bici estática (yo, que las detesto pero la coquetería manda) y unas pesitas… Como me dé un arrebato voy a Decathlon y arraso…
¡Dios mío, qué acelerada estoy! Papaíto quiere hablar conmigo personalmente y ya he tenido pesadillas. Cuando se pone suave y encantador y se empeña en hablar en persona, es que quiere algo y algo que, seguramente, me perjudica. Creo que esto es lo que me provoca la ansiedad…
Lo dicho, me quiero poner maciza. Ahora, vuestra obligación es instarme a que me compre el cacharro de la wii. Necesito apoyo moral para hacer gastos extraordinarios.
Y que alguien rellene la piscina… ¡YA!
viernes, junio 20, 2008
lunes, junio 16, 2008
Sin novedad en el frente
Vuelvo sin novedades. Vuelvo porque no soy capaz de irme y porque tampoco sabría hacerlo. Vuelvo porque ésta es, al fin, mi casa más firme en los últimos años. Y, sobre todo, vuelvo porque necesito seguir haciendo aquello que es, con toda certeza, la única cosa que nadie puede quitarme.
Me muevo en la dualidad. No quiero hablar de mi complicada existencia ahora mismo. Ya he hecho mis jornadas escritas de autocompasión. Las doy por finalizadas. Podría ponerme a escribir sobre temas más ajenos a mí realidad pero ya ni sé. No puedo proyectar despreocupación cuando no estoy despreocupada o banalidad cuando estoy reconcentrada y espesa. Sin embargo, puesto que no soy capaz _todavía_ de cambiar el color de mi vida o mis sentimientos sí me apetece sustraerme de todo ello aquí, en la bitácora de los enfermos mentales en busca de una pizca de cordura demente.
Ha sido la primera jornada de piscina de la temporada. El tiempo _al igual que los acontecimientos_ se muestra caprichoso y desagradecido este año. Un rato llueve, otro es verano; de pronto, las nubes se ciernen amenazadoras y lo cubren todo. Y en medio, como pequeños e insignificantes seres que somos, nosotros correteamos, ora huyendo del agua, ora corriendo en pos de los vivificantes rayos del astro rey.
Una de las cosas de las que estaba más orgullosa estaba era de haber logrado para mis hijos una calidad de vida que yo ni podría haber soñado en mi infancia. Corren felices con sus compañeros en el privilegiado edén privado que busqué para ellos. Tienen amigos, chapotean enloquecidos en el agua y hasta yo tengo vecinos con los que disfrutar de un vinito al final del día.
Han participado en un cumpleaños que para mí hubiese querido yo a los 20 (fiestuqui con música, pizza, juerga en la piscina, globos de agua… hasta las mil). He tenido visita de un ya viejo amigo, me he dejado abrazar por el sol (nos hemos dejado mi celulitis y yo: un año en Madrid sin ninguna clase de ejercicio pasa una factura muy alta) y ahora sueño con un favorecedor bronceado que me haga creer que, después de todo, la vida es bella aunque esa belleza sea tan manifiestamente efímera.
Me daré una vuelta por mi tierra en un par de semanas. Me sobra el tiempo, puedo perderlo en un tren a precio más barato que los aviones, ya con síndrome veraniego en sus tarifas. Echo de menos _para variar_ unos pocos mimos de diferentes tipos. Me quedaré con los amistosos, ya todos sabemos que el amor es un ave rara y traidora.
Mañana comienza otra semana de incertidumbre. A todo se acostumbra una.
Me muevo en la dualidad. No quiero hablar de mi complicada existencia ahora mismo. Ya he hecho mis jornadas escritas de autocompasión. Las doy por finalizadas. Podría ponerme a escribir sobre temas más ajenos a mí realidad pero ya ni sé. No puedo proyectar despreocupación cuando no estoy despreocupada o banalidad cuando estoy reconcentrada y espesa. Sin embargo, puesto que no soy capaz _todavía_ de cambiar el color de mi vida o mis sentimientos sí me apetece sustraerme de todo ello aquí, en la bitácora de los enfermos mentales en busca de una pizca de cordura demente.
Ha sido la primera jornada de piscina de la temporada. El tiempo _al igual que los acontecimientos_ se muestra caprichoso y desagradecido este año. Un rato llueve, otro es verano; de pronto, las nubes se ciernen amenazadoras y lo cubren todo. Y en medio, como pequeños e insignificantes seres que somos, nosotros correteamos, ora huyendo del agua, ora corriendo en pos de los vivificantes rayos del astro rey.
Una de las cosas de las que estaba más orgullosa estaba era de haber logrado para mis hijos una calidad de vida que yo ni podría haber soñado en mi infancia. Corren felices con sus compañeros en el privilegiado edén privado que busqué para ellos. Tienen amigos, chapotean enloquecidos en el agua y hasta yo tengo vecinos con los que disfrutar de un vinito al final del día.
Han participado en un cumpleaños que para mí hubiese querido yo a los 20 (fiestuqui con música, pizza, juerga en la piscina, globos de agua… hasta las mil). He tenido visita de un ya viejo amigo, me he dejado abrazar por el sol (nos hemos dejado mi celulitis y yo: un año en Madrid sin ninguna clase de ejercicio pasa una factura muy alta) y ahora sueño con un favorecedor bronceado que me haga creer que, después de todo, la vida es bella aunque esa belleza sea tan manifiestamente efímera.
Me daré una vuelta por mi tierra en un par de semanas. Me sobra el tiempo, puedo perderlo en un tren a precio más barato que los aviones, ya con síndrome veraniego en sus tarifas. Echo de menos _para variar_ unos pocos mimos de diferentes tipos. Me quedaré con los amistosos, ya todos sabemos que el amor es un ave rara y traidora.
Mañana comienza otra semana de incertidumbre. A todo se acostumbra una.
sábado, junio 07, 2008
Dios juega a los dados
Decía Marisol que la vida es una tómbola. Yo creo que es un campo de tiro. Un complicado terreno de batalla en el que, en lugar de trincheras, hay abismos para caídas libres.
Es más que probable que tenga que dar un nuevo salto al vacío. Barajo todos los pros y los contras y me quedo sin respuesta. Una vez más, he de hacer lo que debo, no lo que quiero y sin saber siquiera si acierto. Tengo que decidir entre dar otra vuelta de campana _una vez más_ a lo que más detesto trastocar: la estabilidad de mis hijos.
Puede ser que dar marcha atrás me sirva para coger impulso o sólo para retrasar la caída. Que dé la vuelta para encontrar mi lugar o que descubra que no existe y tenga que seguir peleando con ese desagradecido ente llamado destino, que se empeña en ponerme a prueba una y mil veces.
Tengo la cabeza como un bombo. Pienso y pienso sin parar. Me desgasto en ejercicios inútiles imaginando futuros posibles, alternativas inexistentes, milagros de última hora. Tal vez estoy equivocada y debería estar agradecida. Sin embargo, sólo estoy hecha un lío. Las lágrimas de mis hijos duelen más que las propias, escuecen como sal en las heridas. Y nunca sabré si lo mejor para ellos es la decisión que voy a tomar, sea ésta la que sea.
Con el corazón, me quedo al abrigo de Madrid _esa ciudad que me conquistó desde el primer día_ con las risas de los niños que juegan solos, seguros y libres en el jardín de la urbanización en que vivimos, con su mundo _tan parecido al de nuestra infancia_ rodeados de otros pequeños, con su piscina para disfrutar con ellos, con ese clima más amable para salir a ver el sol.
Con la obligación, tal vez regrese a Galicia, mi casa. Allí están mis amigos (todos ellos felizmente casados y con hijos, con vidas tan distintas a la mía), tal vez un tiempo de desahogo económico, la humedad, el cielo gris. Muchas horas de encierro en casa para los peques, una educación inferior, “sin vecinos” como dicen ellos y su padre, de nuevo también, lejos otra vez, ahora que se había trasladado a vivir en Toledo. Ellos recuperaban a su padre y yo mi vida personal. Ahora perdemos los tres.
Y todo ello sin saber si habré de desmontar mi mundo (y el de los niños) una tercera o cuarta vez. Sin saber si hago lo mejor. Sin saber nada.
Dicen que el que no se arriesga no gana. Yo no sé si se gana o no. Vivo en el riesgo permanente. Siempre caminando sobre el alambre de esa cosa extraña, compleja y, tantas veces, desagradecida que es esta existencia.
Que Dios, si existe, me ayude a hacer lo mejor. Y si no existe, que el azar se ponga de mi parte.
Aunque sólo sea para variar.
Es más que probable que tenga que dar un nuevo salto al vacío. Barajo todos los pros y los contras y me quedo sin respuesta. Una vez más, he de hacer lo que debo, no lo que quiero y sin saber siquiera si acierto. Tengo que decidir entre dar otra vuelta de campana _una vez más_ a lo que más detesto trastocar: la estabilidad de mis hijos.
Puede ser que dar marcha atrás me sirva para coger impulso o sólo para retrasar la caída. Que dé la vuelta para encontrar mi lugar o que descubra que no existe y tenga que seguir peleando con ese desagradecido ente llamado destino, que se empeña en ponerme a prueba una y mil veces.
Tengo la cabeza como un bombo. Pienso y pienso sin parar. Me desgasto en ejercicios inútiles imaginando futuros posibles, alternativas inexistentes, milagros de última hora. Tal vez estoy equivocada y debería estar agradecida. Sin embargo, sólo estoy hecha un lío. Las lágrimas de mis hijos duelen más que las propias, escuecen como sal en las heridas. Y nunca sabré si lo mejor para ellos es la decisión que voy a tomar, sea ésta la que sea.
Con el corazón, me quedo al abrigo de Madrid _esa ciudad que me conquistó desde el primer día_ con las risas de los niños que juegan solos, seguros y libres en el jardín de la urbanización en que vivimos, con su mundo _tan parecido al de nuestra infancia_ rodeados de otros pequeños, con su piscina para disfrutar con ellos, con ese clima más amable para salir a ver el sol.
Con la obligación, tal vez regrese a Galicia, mi casa. Allí están mis amigos (todos ellos felizmente casados y con hijos, con vidas tan distintas a la mía), tal vez un tiempo de desahogo económico, la humedad, el cielo gris. Muchas horas de encierro en casa para los peques, una educación inferior, “sin vecinos” como dicen ellos y su padre, de nuevo también, lejos otra vez, ahora que se había trasladado a vivir en Toledo. Ellos recuperaban a su padre y yo mi vida personal. Ahora perdemos los tres.
Y todo ello sin saber si habré de desmontar mi mundo (y el de los niños) una tercera o cuarta vez. Sin saber si hago lo mejor. Sin saber nada.
Dicen que el que no se arriesga no gana. Yo no sé si se gana o no. Vivo en el riesgo permanente. Siempre caminando sobre el alambre de esa cosa extraña, compleja y, tantas veces, desagradecida que es esta existencia.
Que Dios, si existe, me ayude a hacer lo mejor. Y si no existe, que el azar se ponga de mi parte.
Aunque sólo sea para variar.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)